Las ciudades -medianas o grandes- se han convertido en el hábitat más común de los seres humanos del siglo XXI.
Es práctico, hay más posibilidades de estudiar, trabajar, interactuar con otros. Por más que históricamente nos hayamos vuelto cada vez más urbanos, todos seguimos sintiendo – más o menos subterráneo – este deseo profundo de estar en la naturaleza. Habituados al confort, la toleramos en general en pequeñas dosis y con condiciones… como sea, pero seguimos con ese anhelo, esa búsqueda, esa necesidad. ¿Será algo biológico, indómito, vestigio de nuestro pasado histórico o prehistórico ? En todo caso la necesidad existe. Física, orgánica, como un llamado que nos lleva hacia la fuente. Necesidad de oxígeno, de sentir la caricia del viento, de tocar tierra, de exponernos al sol. Aún las personas más “urbanas” lo perciben.
Cuando tenemos la oportunidad de mirar un cielo estrellado sin que las luces de la ciudad compitan con las de la bóveda celestial, algo se estremece en nuestro corazón. Sí, hemos perdido la capacidad de sobrevivir en la naturaleza, pocos son capaces de cultivar su propia comida, construir su casa. Idealizar el pasado o el retorno a la naturaleza no es aquí el propósito, sino brindar la posibilidad de sentir nuevamente la vida palpitar tanto adentro – nuestros procesos orgánicos – como afuera – en un entorno que conserva intacta su pureza, su calidad. El abrirnos a esa vivencia nos conecta con lo que más nos falta en la vida moderna: la conciencia de ser parte del universo.
Muchos de los problemas de salud que nos aquejan están relacionados con algo que llamamos comúnmente “estrés”. Las consecuencias del estrés abarcan desde síntomas pasajeros y livianos a trastornos crónicos y enfermedades de todo tipo. La medicina occidental suele dividir los síntomas o síndromes en físicos y psicológicos, o emocionales. La visión holística – subyacente a las cosmovisiones orientales y su abordaje de la salud – no opera esa diferenciación. Considera que lo que cuerpo y alma manifiestan nace de los “bloqueos energéticos”. En el cosmos todo es movimiento, energía en movimiento. En nuestro organismo, también.
Al alejarnos de la naturaleza y de sus ciclos, hemos creado una realidad artificial cuyos beneficios nos parecen inmensos. Sin embargo, muchas veces no vemos – o no queremos ver- cuál es el costo de vivir en un mundo en el cual nuestro sistema nervioso está constantemente bombardeado por señales a través de lo que captan nuestros sentidos, sometiéndonos a una presión que sobrepasa nuestra adaptabilidad. Lo que comemos y bebemos, lo que ingerimos por todas las vías, respirando, oyendo, mirando, las informaciones que recibimos, la presión del tiempo que siempre parece faltar, todo va sumando y creando un alto grado de presión interna.
La respuesta natural del organismo es intentar frenar esa invasión, creando defensas, como si elevara fortalezas y murallas internas que se traducen en todo tipo de manifestaciones: dolores de cabeza, contracturas musculares, alergias, insomnio, enfermedades autoinmunes, mal funcionamiento de órganos y sistemas, y así sucesivamente.
Reconectar con la naturaleza no es un lujo, sino una necesidad profunda, orgánica. Como una compensación a lo que se ha desajustado, llevándonos a una enajenación cuyas consecuencias son nocivas. Estar en un entorno natural potencia infinitamente todas las prácticas de salud, activa las herramientas que adquirimos, abre un espacio en el cual se despliega espontáneamente nuestro potencial de sanación y reequilibrio.
Las terapias que proponemos se caracterizan por ser simples, prescindir casi totalmente de elementos que no sean el contacto entre dos o más seres humanos. Acostumbrados a asociar la recuperación de la salud con la ingesta de medicamentos o el uso de aparatos, nos olvidamos que la capacidad de autosanación es parte de nuestra increíble herencia biológica, adquirida a lo largo de millones de años de evolución. Somos el producto de la evolución, contamos con la homeostasis para reestablecer el buen funcionamiento de nuestro organismo. A nivel psíquico, los procesos son complejos, nuestro super cerebro quizás no encuentre para reequilibrarse mecanismos tan poderosos como nuestro sistema inmunológico. Las tradiciones más antiguas que vienen buscando paz, equilibrio, salud, proponen abordar la salud mental y corporal desde lo más sencillo: la respiración, la relajación, la toma de conciencia, el contacto con los elementos de la naturaleza.
Tanto para el ser humano del siglo XXI como para sus ancestros, el equilibrio pasa por volver a la fuente, a lo sencillo. Estamos en una encrucijada en la cual podemos encarar el futuro aliando estos avances con la sabiduría de nuestro organismo, corroborada con las investigaciones de la ciencia más actual: somos parte del todo, somos la naturaleza, a la vez orgánica y esencialmente hecha de movimiento sutil, vibración. Necesitamos volver a esa profunda conciencia para encarar los desafíos actuales desde esa base. Soltar la omnipotencia de la mente, la idea que podemos adueñarnos del planeta para saquear sus recursos a nuestro antojo, motivados por la codicia, el conformismo o el miedo y enceguecidos por nuestras propias mentalidades. Habitar nuestro cuerpo y a la vez nuestro planeta conectados con esa dimensión trascendente, ésto nos guiará hacia salud, el respeto y la integración.